lunes, 29 de septiembre de 2008

EL CONTROL DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS GOLOSINAS



EL CONTROL DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS GOLOSINAS
Imagine que tiene cuatro años de edad y que alguien le hace la siguiente propuesta: «ahora debo
marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una golosina pero, si esperas a
que vuelva, te daré dos». Para un niño de cuatro años de edad éste es un verdadero desafío, un microcosmos
de la eterna lucha entre el impulso y su represión, entre el id y el ego, entre el deseo y el autocontrol, entre la
gratificación y su demora. Y sea cual fuere la decisión que tome el niño, constituye un test que no sólo refleja
su carácter sino que también permite determinar la trayectoria probable que seguirá a lo largo de su vida.
Tal vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al impulso. Ese es el fundamento
mismo de cualquier autocontrol emocional, puesto que toda emoción, por su misma naturaleza, implica un
impulso para actuar (recordemos que el mismo significado etimológico de la palabra emoción, es del de
«mover»). Es muy posible —aunque tal interpretación pueda parecer por ahora meramente especulativa— que
la capacidad de resistir al impulso, la capacidad de reprimir el movimiento incipiente, se traduzca, al nivel de
función cerebral, en una inhibición de las señales límbicas que se dirigen al córtex motor.
En cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo, en la década de los sesenta, una investigación con
preescolares de cuatro años de edad —a quienes se les planteaba la cuestión con la que iniciábamos esta
sección —que ha terminado demostrando l a extraordinaria importancia de la capacidad de refrenar las
emociones y demorar los impulsos. Esta investigación, que se realizó en el campus de la Universidad de
Stanford con hijos de profesores, empleados y licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron la
enseñanza secundaria. Algunos de los niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que
seguramente les pareció una verdadera eternidad hasta que volviera el experimentador. Y fueron muchos los
métodos que utilizaron para alcanzar su propósito y recibir las dos golosinas como recompensa: taparse el
rostro para no ver la tentación, mirar al suelo, hablar consigo mismos, cantar, jugar con sus manos y sus pies
e incluso intentar dormir. Pero otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el
experimentador abandonara la habitación.
El poder diagnóstico de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó claro doce o catorce
años más tarde, cuando la investigación rastreó lo que había sido de aquellos niños, ahora adolescentes. La
diferencia emocional y social existente entre quienes se apresuraron a coger la golosina y aquéllos otros que
demoraron la gratificación fue contundente. Los que a los cuatro años de edad habían resistido a la tentación
eran socialmente más competentes, mostraban una mayor eficacia personal, eran más emprendedores y más
capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de adolescentes poco proclives a desmoralizarse,
estancarse o experimentar algún tipo de regresión ante las situaciones tensas, adolescentes que no se
desconcertaban ni se quedaban sin respuesta cuando se les presionaba, adolescentes que no huían de los
riesgos sino que los afrontaban e incluso los buscaban, adolescentes que confiaban en sí mismos y en los
que también confiaban sus compañeros, adolescentes honrados y responsables que tomaban la iniciativa y se
zambullían en todo tipo de proyectos. Y, más de una década después, seguían siendo capaces de demorar la
gratificación en la búsqueda de sus objetivos.
En cambio, el tercio aproximado de preescolares que cogió la golosina presentaba una radiografía
psicológica más problemática. Eran adolescentes más temerosos de los contactos sociales, más testarudos,
más indecisos, más perturbados por las frustraciones, más inclinados a considerarse «malos» o poco
merecedores, a caer en la regresión o a quedarse paralizados ante las situaciones tensas, a ser desconfiados,
resentidos, celosos y envidiosos, a reaccionar desproporcionadamente y a enzarzarse en toda clase de
discus iones y peleas. Y al cabo de todos esos años seguían siendo incapaces de demorar la gratificación.
Así pues, las aptitudes que despuntan tempranamente en la vida terminan floreciendo y dando lugar a
un amplio abanico de habilidades sociales y emocionales. En este sentido, la capacidad de demorar los
impulsos constituye una facultad fundamental que permite llevar a cabo una gran cantidad de actividades,
desde seguir una dieta hasta terminar la carrera de medicina. Hay niños que a los cuatro años de edad ya
llegan a dominar lo básico, y son capaces de percatarse de las ventajas sociales de demorar la gratificación
de sus impulsos, desvían su atención de la tentación presente y se distraen mientras siguen perseverando en
el logro de su objetivo: las dos golosinas.
Pero lo más sorprendente es que, cuando los niños fueron evaluados de nuevo al terminar el instituto, el
rendimiento académico de quienes habían esperado pacientemente a los cuatro años de edad era muy
superior al de aquéllos otros que se habían dejado arrastrar por sus impulsos. Según la evaluación llevada a
cabo por sus mismos padres, se trataba de adolescentes más competentes, más capaces de expresar con
palabras sus ideas, de utilizar y responder a la razón, de concentrarse, de hacer planes, de llevarlos a cabo, y
se mostraron muy predispuestos a aprender. Y, lo que resulta más asombroso todavía, es que estos chicos
obtuvieron mejores notas en los exámenes SAT. El tercio aproximado de los niños que a los cuatro años no
pudieron resistir la tentación y se apresuraron a coger la golosina obtuvieron una puntuación verbal de 524 y
una puntuación cuantitativa («matemática») de 528, mientras que el tercio de quienes esperaron el regreso del
experimentador alcanzó una puntuación promedio de 610 y 652, respectivamente (una diferencia global de 210
puntos).”
La forma en que los niños de cuatro años de edad responden a este test de demora de la gratificación
constituye un poderoso predictor tanto del resultado de su examen SAT como de su CI; el CI, por su parte,
sólo predice adecuadamente el resultado del examen SAT después de que los niños aprendan a leer. “Esto
parece indicar que la capacidad de demorar la gratificación contribuye al potencial intelectual de un modo
completamente ajeno al mismo CI. (El pobre control de los impulsos durante la infancia también es un
poderoso predictor de la conducta delictiva posterior, mucho mejor que el CI.)”' Como veremos en la cuarta
parte, aunque haya quienes consideren que el CI no puede cambiarse y que constituye una limitación
inalterable de los potenciales vitales del niño, cada vez existe un convencimiento mayor de que habilidades
emocionales como el dominio de los impulsos y la capacidad de leer las situaciones sociales es algo que
puede aprenderse.
Así pues, lo que Wal ter Misehel, el autor de esta investigación, describe con el farragoso enunciado de
«la demora de la gratificación autoimpuesta dirigida a metas» —la capacidad de reprimir los impulsos al
servicio de un objetivo (ya sea levantar una empresa, resolver un problema de álgebra o ganar la Copa
Stanley)— tal vez constituya la esencia de la autorregulación emocional. Este descubrimiento subraya el papel
de la inteligencia emocional como una metahabilidad que determina la forma —adecuada o inadecuada— en
que las personas son capaces de utilizar el resto de sus capacidades mentales

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